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Noia, la enigmática


He rebuscado en la memoria (ahora cada vez lo hago más), añorados recuerdos vividos por las siempre entrañables tierras gallegas. Medio siglo atrás tuve yo mi primer encuentro con Noia cuando, andarín infatigable procedente del norte lusitano, ansiaba más que buscaba, el primer atisbo del Campus Stellae, merecido premio final a mi largo peregrinaje del primer Jacobeo de los años sesenta.

¿Cuántos pueblos tienen el privilegio de cimentar sus orígenes en el desembarco bíblico de Noé, que no fue otra cosa que un segundo nacimiento de la humanidad? ¿Cabe mayor honor que ser la cuna del género humano? La historia legendaria o leyenda historiada de Noia lo afirman, y ahí está su escudo para rubricarlo, luciendo el arca y la paloma mensajera, portadora sin duda del primer mensaje aéreo de la historia. Hasta el erudito procurador y estratega romano Plinio el Viejo, constató la existencia de la enigmática Noelia, bautizada así en honor a una de las nietas del patriarca-navegante Noé.

Al traspasar los arrabales de Noia, había ya forjado mi espíritu durante semanas, vivaqueando al amparo de muros y ermitas milenarias, huyendo de la comodidad de la civilización, en un intento -no siempre conseguido- de abstraer mi mente hacia el significado de mi meta. Nada debía mancillar el encanto místico y anímico de aquellas sendas, por las que miles -quizás millones- de palmeros me habían precedido durante siglos, procedentes de los más diversos rincones del Viejo Continente.

Cuando mis cansados pasos, ya casi en la recta final de la andadura, me arrumbaron hasta los aledaños de Noia, mi ánimo azuzaba al agotado cuerpo a no rendirse, por cuanto la Vía Láctea transmitía con su morse estelar la buena nueva de que la tumba del Apóstol me esperaba apenas unos cuantos recodos más adelante.

Como a tantos otros miles de fieles o soñadores, que tanto da, me exigí más que permití, un reposo que pusiera en concordancia mi espíritu con mi alma para el gran encuentro final, y fue el aura mágico e inenarrable de Noia quien me brindó aquel necesitado espaldarazo.

Nada sabía yo de su interesante pasado gótico, con ilustres pinceladas arquitectónicas como las de esas casas que impregnan la urbe de un inconfundible sabor medieval; ni de su anterior época románica, cuyas mejores improntas pude estudiar después en la capilla de San Martiño, y en el claustro del Monasterio de Toxosoutos. Pero fueron los relieves de la fachada de la iglesia de Santa María a Nova los que mejor supieron captar mi atención, por el manifiesto mensaje esotérico que dejaron sus artesanos -sin duda intencionadamente-, como un reto a los investigadores de generaciones futuras.

Pero la evolución de Noia es excelsa en secretos y enigmas, como comprobé pasando hacia atrás las páginas del tiempo. No tardé en destapar un capítulo aún más ignoto, escrito por las gentes que se esforzaron en dejar su rúbrica megalítica en la figura del inhiesto y orgulloso dolmen de la “Cova da Moura”. El ciclópeo legado -sencillo y tosco, pero impresionante- es un silencioso manifiesto de sus creencias, de sus miedos y de sus anhelos, que al final todo viene a ser lo mismo. Así lo descubrí siguiendo los pasos de mis manoseados legajos, erigido como para recordarnos que el hombre siempre ha podido mover montañas de piedra cuando la fe así se lo ha exigido.

Pasé a despedirme de Noia haciendo una última visita a las lápidas que rodean Santa María a Nova, tratando inútilmente -una vez más-, de descifrar los mensajes esculpidos en pleno Medievo por quienes, en el más humilde anonimato, se empecinaron en plasmar todo un tratado de criptografía esotérica y cabalística que, aún hoy tiene en jaque a analistas crédulos e incrédulos (que son los más).

Y por fin Santiago, y el tan deseado y emocionado abrazo al Santo, transmitiéndole toda mi fe y anhelos, pero pidiéndole también su ayuda para seguir adelante en la vida (nada más y nada menos). Y el buen Apóstol hijo del Zebedeo, ha tenido a bien darme el empujoncito salvador para seguir en este mundo, cuando el maléfico cáncer amenazaba con talar de cuajo los sueños y proyectos que había ido amontonando para mí y mis seres queridos.

¡Cómo no voy a emocionarme cuando año tras año, guardo respetuosa cola para corresponderle con un fuerte, aunque breve, abrazo de agradecimiento! El traspaso de energía de ida y vuelta entre Sant Yago y yo es efímero, pero de una intensidad arrebatadora, que me devuelve a la Plaza del Obradoiro en un estado semi ingrávido de felicidad, pero exhausto, tal como si acabara de nacer de nuevo. Y creo firmemente que eso es lo que viene ocurriendo año tras año...

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