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Misa en Walvis Bay.

Corría el verano de 1967, cuando navegaba en el pesquero congelador “Monteaya” como Oficial Radiotelegrafista, capturando merluzas (sin segunda intención, aunque alguna cogí) por aguas de la entonces África Sudoccidental, que actualmente es un país independiente de nombre Namibia.

Tras cuarenta días faenando en alta mar, con las bodegas a tope, arribamos al antiguo puerto ballenero de Walvis Bay, para liberar espacio y volver a toda máquina a los caladeros ya conocidos, que tan buen resultado nos estaban dando. Como nuestros sueldos dependían de las capturas, anhelábamos retornar a las “playas” de ese suave fondo submarino, para arrojar en él con gran ilusión la gigantesca red por la rampa de popa y esperar varias horas expectantes por lo que nos traería la malla tras “arañar” el fondo marino.

Amarrados al muelle, mientras nos descargaban, Jesús, el capitán, vasco y católico practicante para más señas, nos comentó a los seis oficiales que le gustaría asistir a Misa al día siguiente, que era domingo.

(Devolviendo al mar la osamenta de una enorme ballena que nos destrozó la red)


Aquellas costas desérticas habían sido pobladas por alemanes, colonos holandeses llamados “boers”, y británicos, razón por la que los únicos templos religiosos existentes eran protestantes de variados credos.

En la década de los 60 del siglo XX, se produjo una avalancha de pesqueros congeladores españoles hacia África del Sur, al tener noticia de la abundancia de bancos de merluza que poblaban aquellos fondos marinos. Poco a poco las tripulaciones fueron aportando su personalidad, cultura y religión a esa zona alejada del mundo, razón que acabó justificando la presencia de algún misionero católico, que esporádicamente acudía a Walvis Bay repleto de entusiasmo y fe para ejercer de “pescador de pescadores”, en palabras de Nuestro Señor.

Ante la carencia de medios para edificar un templo católico, los misioneros católicos se acogieron al Hogar del Marino -conocido en todos los puertos del mundo como Stella Maris-, donde oficiaban de cuando en cuando. De ellos, apenas unos pocos chapurreaban el español, pero su entusiasmo por atendernos merecía nuestro aprecio y sincero afecto.

Acudí al Stella Maris, para informarme del horario de la Misa católica del día siguiente, domingo. Me llevé un chasco cuando me dijeron que el “father” -como le llamaban ellos-, estaba ausente en Ciudad del Cabo por causas imponderables. Ante el plantón volví a bordo a informar al capitán y demás oficiales, y se me ocurrió comentar que a fin de cuentas nosotros éramos tan cristianos como los protestantes, y que para rezar delante de una cruz, cualquier templo atendería nuestras preces. El capitán apoyó mi idea y dejó claro que él lo intentaría, a lo que cuatro oficiales más – entre ellos yo-, accedimos a acompañarle quitando importancia al hecho de que íbamos a asistir a una liturgia extraña, y además en lengua inglesa.


(Manejando un antiguo cañón arponero para ballenas en el museo de Walvis Bay (Namibia))


El domingo acudimos a Misa de las 12:00 en el templo más cercano, vestidos con nuestras mejores prendas, que no eran gran cosa dada nuestra profesión. Antes de entrar di algunas instrucciones elementales para pasar lo más desapercibidos posible en el templo, ya que nuestra indumentaria chocaba con la mayoría de la que llevaban los varones locales: pantalón corto, medias hasta debajo de la rodilla, y una “sahariana” ligera, porque el calor reinante del vecino desierto de Namibia superaba con frecuencia los 40º centígrados.

Nos sentamos en el último banco desocupado, con escasa iluminación a pesar de las vidrieras multicolores que destellaban sobre la nave central del templo. Además, en el banco de delante estaba un solitario feligrés atípico para su entorno, ya que llevaba pantalón largo (como nosotros), chaqueta y una pajarita, y pensé que podría ser nuestro guía inconsciente durante toda la Misa. Era alto y tenía presencia distinguida, así que sin dudarlo nos colocamos justo detrás, listos a imitarle con la mayor discreción en todo lo que él hiciera.

Cogimos cada uno un ejemplar de los Salmos, e hicimos que buscábamos el indicado por el “father”, pasando las hojas como si entendiéramos lo que teníamos entre las manos. Al entonar el primer canto, abrimos la boca emitiendo sonidos de bajo tono y volumen para que nadie descubriera nuestro fraude.

Antes de la homilía, el “father” dijo unas palabras que no entendimos, y como nuestro elegante vecino se puso de pie, indiqué con un gesto a mis compañeros que le imitáramos. Y es entonces cuando estalló una enorme carcajada de los feligreses locales, que duró un par de minutos. Mis acompañantes me miraron con recelo porque intuían que algo fuera de lo normal estaba pasando, y el sentido del ridículo –tan español- estaba saliendo a flote. Nos sentamos inmediatamente porque nadie más se había puesto en pie.

Finalmente la Misa concluyó y salimos velozmente al exterior, pero en vez de huir del lugar, le dije al capitán que yo quería saber la razón del insólito jolgorio en la iglesia a nuestra costa, por lo que nos colocamos a unos metros de la puerta por donde salían los feligreses poco a poco. Es tradicional en los actos religiosos de los países sajones, que el sacerdote oficiante salga al exterior y salude a los parroquianos. Cuando se despidieron los últimos, yo me adelanté y me presenté al sacerdote en nombre de mis compañeros, diciéndole que éramos marinos españoles católicos, que habíamos venido a rezar al templo, a pesar de la dificultad de la lengua inglesa en que se había oficiado la Misa.

El “father” me sonrió y me dijo que se lo había figurado desde el principio, ya que nuestras caras no le eran conocidas y nuestro vestuario difería del habitual entre los parroquianos locales. Excusándome en nuestro reducido conocimiento del inglés, le pregunté por el incidente que provocó la avalancha de risas de los feligreses, y conteniendo la risa me explicó que antes de comenzar la Homilía, quiso comunicar a los presentes el nacimiento de un nuevo siervo de Dios, y pidió al feliz padre de la criatura que se pusiera en pie para que todo el mundo le conociera. Al hacerlo, nosotros le imitamos, como veníamos haciendo durante toda la Misa, provocando la hilaridad de los feligreses que esperaban ver a un nuevo padre, y no a seis.

Ahí dejo la anécdota que ha permanecido enterrada en mi memoria durante más de medio siglo. Y al recordarla ahora, aun me río, y por eso quiero compartirla.

José Manuel Grandela

Robledo de Chavela, Octubre 2020

 

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