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Mi adiós al morse


José Manuel Grandela Durán, Oficial Radiotelegrafista de la Marina Mercante

La Organización Marítima Internacional ha comunicado a todos los países miembros, la obligación del cese de las transmisiones radiotelegráficas en sus respectivos buques mercantes y de pesca. En su lugar serán las comunicaciones radiotelefónicas o digitalizadas vía satélite, las que se responsabilicen totalmente de las comunicaciones. El código Morse ha dejado de cruzar los cielos marinos.

Cuando la prensa se hizo eco de la noticia hace unos meses, me produjo consternación, la misma que uno siente cuando tropieza inesperadamente con la esquela mortuoria de un amigo al que suponíamos con muy buena salud. No me duele que el morse se haya hecho mayor, porque la electrónica, la informática y los satélites le venían acosando desde hace años, pero en vez de dejarle morir plácida y serenamente - que bien se lo merecía - le han ejecutado de la noche a la mañana, cual si de una eutanasia se tratara. El morse se merecía un poco más de tacto, cuando no de cariño.

Sus albores se remontan a 1844, cuando el norteamericano Samuel Morse demostró al Gobierno la utilidad del mismo con la rapidísima transmisión del resultado de unas elecciones desde Washington a Baltimore. Después todo vino rodado. El incipiente telégrafo eléctrico, que durante las primeras décadas del siglo XIX pretendió insistentemente desbancar al telégrafo óptico, no hubiese prosperado jamás sin un sistema sencillo de golpes y contragolpes propinados por una bobina de hilo de cobre, por la que pasaba una corriente eléctrica. Así de sencillo y así de complejo.

Echando un vistazo a los catálogos de la filatelia mundial he encontrado muy pocos sellos dedicados a Samuel Morse o a su código telegráfico. En cambio las referencias al telégrafo eléctrico aparecen por doquier, incluso cuando la razón del sello no tiene nada que ver con él mismo. Si Samuel Morse hubiese tenido un escudo nobiliario, no dudamos de que llevaría en el centro el manipulador o pulsador que tramuta las palabras y las ideas en fugaces chasquidos eléctricos. La filatelia los ha reproducido con holgura en multitud de sellos, como símbolo emblemático del añorado morse. Recordemos sin ir más lejos, el reciente sello conmemorativo del cincuentenario de la benemérita Unión de Radioaficionados Españoles (URE).

No obstante, el morse y la filatelia han estado hermanados en más de una ocasión, baste de muestra la subasta filatélica que se desarrolló el 16 de mayo de 1966 a bordo del famoso buque de la Cunard Queen Mary, mientras navegaba del Viejo al Nuevo Continente. Las pujas se fueron recibiendo en directo por morse desde los cinco continentes, y por el mismo método se fueron adjudicando las compras. Curiosa actividad que ha quedado ahí para los estudiosos de las comunicaciones, de la filatelia, y desde luego del añorado código morse.

Mucho tiempo después de que Graham Bell inventara el teléfono, el código Morse ha seguido siendo insustituible en muchísimas circunstancias donde la técnica era incapaz de vencer las trabas que la madre naturaleza ponía en su camino. Las tormentas eléctricas, la distancia, la influencia negativa del sol, barriendo de la ionosfera todo lo que encuentra en su camino, eran sorteadas casi furtivamente por el producto de los golpeteos cortos y largos que el radiotelegrafista de turno sabía recomponer y hacer legible después sobre el papel.

Pocos saben que esa peculiar secuencia de puntos y rayas cruzando el aíre “sans fils” salvó la Torre Eiffel de ser desmontada a principios de este siglo. La instalación de una rudimentaria antena de radio en su cúpula, y el casi simultáneo estallido de la Gran Guerra en 1914, ofreció inesperadamente al Cuartel General del Ejército Francés el contacto constante con todas sus unidades militares. Tras el armisticio en 1918, el Gobierno francés desistió, aprendida la lección, de su propósito inicial. Al morse le deben los galos el que su Torre Eiffel domine orgullosa aún hoy los cielos de la Ville Lumiere, desde el Campo de Marte.

En la Segunda Guerra Mundial, los radioescuchas de todo el mundo atendían la diaria sintonía de la BBC de Londres que repetía una y otra vez la letra "uve" del morse (… -), antes de difundir en clave las instrucciones que daba el Cuartel General Aliado a los miles de colaboradores y espías que anidaban escondidos por todos los rincones de la Europa invadida por el Ejército Alemán. Aquella "uve" fue a su vez un eficacísimo radiofaro que orientaba a los bombarderos británicos y americanos en sus raids sobre Europa. Tan famosos se hicieron aquellos tres puntos seguidos de una raya, que se acabaron identificando con la V de la victoria, que pregonaba habano en ristre el ínclito Premier británico Winston Churchill con los dedos índice y anular de su mano derecha.

Pero andando el tiempo el lenguaje morse volvió a demostrar su valía en otra navegación de más altura, la espacial. ¿Quiere creer el lector de Crónica Filatélica que los astronautas norteamericanos del Programa Apolo que viajaron a la Luna, llevaban un equipo transmisor-receptor de morse?. Tanto los astronautas desde allá arriba, como un reducido grupo de técnicos de comunicaciones de la NASA desde acá abajo, teníamos que ser duchos en el arte (que lo es) del idioma morse. Si surgía la tragedia, el morse sería el último medio de comunicación posible Tierra-Luna.

No debo olvidar que la primera vez que yo hablé con el astronauta del Apolo XVII Ronald Evans, mientras éste circumnavegaba la Luna, fue con el manipulador de morse en ristre y, debo confesarlo, mi corazón corrió entonces mucho más deprisa que mi mano.

Pero volvamos al planeta madre. En mis largas singladuras de marino, cuando a veces perdía la mirada en el horizonte pleno de azules, donde núnca sabes si es el cielo el que se zambulle en el mar o es el mar el que trepa a las alturas, era el saltarín borboteo del morse el que nos recordaba a la tripulación que afortunadamente no estábamos solos en el planeta. Era sin duda nuestro hilo umbilical con el resto de la humanidad, y nuestro ánimo sabía agradecerlo. Aquel trotecillo de puntos y rayas horadaba sin esfuerzo alguno tanto los infranqueables bancos de niebla de Terranova - enmascaradores de los pérfidos icebergs “caza Titanics” - como los monzones indonesios, que convertían el barco en submarino, al cubrirle con tanta agua por arriba como ya tenía por abajo.

Quizás el protagonismo del morse que recuerdo más vivamente de mis ya distantes años de navegación, es el de la noche en que el capitán de mi barco se cayó al mar frente a las costas de Sudáfrica, sin que nadie se apercibiera de ello. Cuando a la mañana siguiente faltó a su guardia en el puente y se dio la alarma, un estado febril me invadió al ponerme frente a la radio para enviar, de forma atropellada, una señal de emergencia avisando de !Hombre al agua! (- .. - - .. - - ..-)

Apresuradas ráfagas de puntos y rayas restallaron el éter buscando ansiosamente otras antenas, y tras ellas otros hombres que pudieran incorporarse a nuestra desesperada búsqueda.

Una docena de barcos viraron sus rumbos en atención a mi demanda de auxilio, y araron incansablemente las aguas atlánticas, dejando tras sí infinitos surcos de espuma, hasta que fue avistado entrada la tarde, con gran regocijo para todos. El naufrago estaba extenuado pero vivo. Le habían mantenido a flote (¿quién sabe por qué?) una manada de lobos marinos, que a su vez le protegieron de los temibles alcatraces, mascatos y cormoranes, que le sobrevolaban en rasante para desgarrar algo de su carne en cada pasada, empezando siempre por los ojos como manjar predilecto. Las fauces y rugidos de aquellos mamíferos marinos, emergiendo del agua ante cada ataque aéreo, mantuvieron a raya a las aviesas aves durante las diez y ocho horas que nuestro capitán y compañero permaneció en el agua.

De nuevo el trotecillo del manipulador -esta vez alegre y saltarín-, envió el postrero - … - - … - - … -, relevando a los demás buques de su impagable gesto y sembrando el aíre una y otra vez de nuestro profundo agradecimiento. En la mar todos somos uno.

Cuando meses después me desenrolé de aquella nave, le regalé al capitán mi manipulador de morse diciéndole: “Jesús, guárdalo bien, él te salvó la vida”. Ahora, seis lustros después, me permito compartir con el lector de Crónica aquella vivencia, porque es sin duda el mejor y más entrañable homenaje que puedo ofrecer al inolvidable código morse. … - . - (fin de la transmisión).

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