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Mi debut con el IMSERSO


Parecía que nunca iba a llegar y ¡zás!, ocurrió. Un buen día, sin pleno aviso, cumplí los legendarios 65 años, y mi vida empezó a cambiar en todos los órdenes, a pesar de la resistencia mental y metabólica tras cumplir durante cuarenta y dos años el airado mandato divino del <¡Ganarás el pan con el sudor de tu frente!>

Me incorporé con mi mujer Ángela (de la misma quinta) a las filas del contingente de jubilatas mimados y amparados por el IMSERSO, y nos aprestamos a seguir sus bienquistos usos y costumbres.

Familiares y conocidos, que ya habían cruzado el Rubicón de la jubilación, nos venían hablando de las excelencias de las excursiones organizadas por el benemérito Instituto de Mayores y Servicios Sociales, por lo que nos registramos debidamente, solicitamos una excursión y ¡hala!, a conocer España y parte del Extranjero.

El numerus clausus obligado por la avalancha de solicitudes, encaminaron nuestro primer destino -nada más estrenar 2011-, a Matalascañas, en la costa onubense. La larga distancia entre Madrid y la Costa de la Luz, fue gratamente atenuada con el rapidísimo AVE hasta Sevilla.

Ya a bordo del vagón, que ahora dicen coche, reservado exclusivamente para los chicos del IMSERSO, se me ocurrió echar un vistazo a mis 44 compañeros de excursión, concluyendo sin mucho esfuerzo, que Ángela y un servidor éramos los alevines de aquel banco de celacantos.

Durante el viaje, diferentes guías y monitores nos fueron tutelando, traspasándose unos a otros la carga humana, tras el pertinente recuento. Como cantaba Imperio Argentina en Morena Clara, éramos: <¯…como la falsa “monea”, que de mano en mano va y ninguno se la “quea”.¯>

Arribamos a Matalascañas con puntualidad suiza y sin nada digno de reseñar, lo cual suele ser bueno. Iniciamos así la convivencia, compartiendo mesa con otros matrimonios, o disfrutando las excursiones que nos había programado.

La noche que llegamos al hotel elegido, tras la cena nos sorprendieron gratamente con la actuación de un grupo rociero de la localidad. Los cantaores y tocaores eran bastante talluditos, quizás para no desentonar del respetable que les aplaudíamos agradecidos. El remate de su actuación fue insuperable cuando entonaron –con luz mortecina-, la siempre emotiva Salve Rociera. Un aura palpable de tensión nos invadió a todos, animándonos a sumarnos al coro, con el que formamos una piña de voces sentidas y temblorosas. No había duda de que estábamos en la tierra de María Santísima.

Cuando rompimos en aplausos, una señora a mi lado expresó su emoción con un escalofrío, y frotándose los mullidos brazos, dijo: < ¡Se me han puesto los pelos de gallina!> Y se quedó tan a gusto.

El hotel, disponía de pasillos salpicados de tiendecitas y áreas de recreo, que proporcionaban medios de esparcimiento y diversión interiores, ya que enero no es el mejor mes para las actividades al aíre libre. La piscina, las tumbonas, los jardines y las terrazas, permanecían jubilados, ignorados de todos, esperando mejores tiempos.

En intramuros contábamos con amplias áreas para un sinnúmero de actividades físicas y mentales para entretener al personal, teniendo siempre en cuenta la añada de los excursionistas. Proliferaban los juegos de mesa, como el socorrido y versátil naipe, el interminable parchís o el ruidoso dominó. En cambio la mesa de ping-pong, e incluso el futbolín, languidecían arrumbados en un rincón, esperando otras pieles más tersas y otras manos más firmes que, de seguro, llegarían en la canícula, para romper con escandalosa juventud su inmerecida hibernación.

Sin duda la actividad reina era el bailongo nocturno post cena. Los renqueantes, los cojitrancos, los artríticos, los reumáticos y demás portadores de males seniles, olvidaban sus achaques y se lanzaban al ruedo (pista de baile) con el donaire y apostura de sus mejores tiempos. Ángela y yo nos quedamos pasmados al ver cómo una pareja muy octogenaria de la mesita camilla de al lado, él ayudándose siempre de un veterano bastón, se incorporaron como un resorte al oír los compases de Suspiros de España, y arrojando el bastón de sí con desprecio torero, se adentraron en la arena (pista) para lidiar juntos aquel pasodoble imperial. Si Estrellita Castro les hubiese visto, les hubiese aplaudido con las mismas ganas que muchos de los allí presentes. Genio y figura.

Gustaba ver tanta pareja junta, aquilatada en años de convivencia, rondando muchos las Bodas de Oro, si no cumplidas ya, y dedicándose por fin a sí mismos, el uno al otro, sin trabas de hijos, ni nietos, ni obligaciones laborales, ni cualesquiera otras zarandajas de las que te responsabiliza la vida. Vistos los tiempos que corren, aquellos felices danzantes eran una auténtica especie a extinguir, como el invisible lince, del que nos hablaban machaconamente por aquellos lares.

Pero que nadie piense que las gentes viajeras del IMSERSO están ancladas en el pasado, nada más falso. La mejor prueba era su respuesta a los compases que la pincha discos del hotel seleccionaba sobre la marcha para aquellas honorables parejas. Bien es verdad que a veces las corcheas parecían escapadas de la banda sonora de Canciones para después de una guerra, de Martín Patino, pero el brusco salto a los ritmos caribeños como el chachachá, la cumbia, el merengue o la rumba, revestían de fogosidad a los espontáneos que, para pasmo mío, ejecutaban con toda soltura y gracejo. El toque nacional lo aportaban naturalmente el pasodoble, las sevillanas, la Macarena y sus imitaciones, y a veces incluso la jota, omnipresente en toda la geografía nacional.

Gracias a los guías de las excursiones, supimos que los 46 miembros de nuestra expedición procedíamos de toda la rosa de los vientos. Tras abordar el bus para la excursión programada de turno, preguntaban como el inolvidable Fofó: < ¿Cómo están ustedes?>, seguido de < ¿De donde son ustedes?>

El IMSERSO me llevó a lugares que creía que jamás iba a conocer personalmente, como las impresionantes minas a cielo abierto de Riotinto, el remanso de paz del Coto de Doñana, el empinado municipio de Aracena y su increíble gruta de las Maravillas que te arrebata el aliento, aliento que recuperas al salir a la superficie, cuando haces los honores reglamentarios al excelso jamón ibérico bellotero, que si además lo riegas con vino del Condado de Huelva, sientes como si el cielo estuviera mucho más cerca de ti.

Al despedirnos todos en Atocha, una matrona andalusí preguntó en voz alta al marido, que ejercía de mozo de cuerda sin sueldo: < Quiyo, ¿noh apuntamo a otra excursió del “IMZERZO”?> Y el consorte, recuperando el aliento sentado en una de las maletas, resopló: < ¡Ohú!>, que en román paladino quiere decir: ¡Por supuesto!

Bueno, pues mi señora Ángela y quien esto escribe, nos miramos y dijimos también. < ¡Ohú!>

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