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ACERCA DE MI.


Nací allá por septiembre de 1945, cuando la Segunda Guerra Mundial acababa de bajar el telón tras las dos apocalípticas bombas que arrojó Truman sobre el Imperio del Sol Naciente. De pequeño, un adulto llegó a insinuar que yo era la tercera. Seguro que no me quería bien.

Mis padres, procedentes ambos del humilde terruño gallego, tuvieron a bien traerme al mundo en Tetuán de las Victorias, que entonces pertenecía al pueblo de Chamartín de la Rosa, porque aún no se había integrado en el creciente Madrid de la posguerra civil. Para más precisión, vi mi primera luz junto a lo que entonces se llamaba el Hotel del Negro, que décadas después fue rebautizado como Plaza de Castilla.

Dado el entorno arrabalero de aquel barrio, crecí compartiendo la tecnología más avanzada de la época, como los tranvías y el metro, junto con las huertas, sembrados, cañaverales, arroyos y desmontes en que venían a confluir, y morir, la carretera de Francia (más tarde Bravo Murillo) y el paseo de la Castellana, aún sin hacer.

Estudié Primaria en colegios estatales hasta que, llegados los 8 años, me tuteló y enseñó a mí sólo una inolvidable profesora, Benita Escudero, que ya no me abandonó hasta que finalicé meritoriamente aquel libro gordo de Petete, que oficialmente se llamaba Bachillerato. A aquella magnífica seño debo buena parte de mi cultura, y desde luego el incontenible afán de ampliarla constantemente.

Combatí la dura soledad de aquellos años del Bachillerato estudiando sin compañeros de clase ni de instituto, participando en las actividades al aíre libre del Frente de Juventudes donde, como otros miles rapazuelos de similar edad y condición social, aprendí a salirme de los mimos maternos, a ser desprendido y compartir con los demás, lo que no es baladí a esa edad.

Durante las marchas mochila al hombro, conociendo España y a sus gentes paso a paso, pueblo a pueblo, fui aprendiendo los principios mínimos de la convivencia como la disciplina, el orden, la camaradería, el respeto a los mayores –en edad, saber y gobierno-, pero también la ilusión y la fe en el futuro que nos imbuían nuestros mandos. Aquellas enseñanzas modelaron sin duda mi espíritu y mi sentido de la responsabilidad, y no cabe duda que mi amor a España y a todos mis compatriotas sin excepción. Lástima que ahora algunos se quieran autoexcluir por creer que su terruño es el centro del Universo, y sus paisanos el pueblo elegido de Dios.

Fue el marido de mi seño quien imbuyó en mi cabeza la idea de estudiar para navegar. Era Oficial Radiotelegrafista en la Compañía Trasatlántica, y comenzó a inflar mi virginal mente de viajes a lugares exóticos, haciéndome sentir protagonista de las novelas de Julio Verne o Emilio Salgari. No me dijo entonces lo del amor en cada puerto porque yo aún era impúber, pero logró desbocar mi imaginación -de por sí muy vívida y perceptiva-, y sin pensarlo más me matriculé en la Escuela Oficial de Telecomunicación, en la madrileña calle de Conde de Peñalver.

Aunque no lo parezcan, son mis cuatro hijos adultos y responsables (¿).

(Izda.-dcha): Julia, Carolina, José Manuel y María del Carmen.

Dos años y medio después juraba yo solemnemente guardar el secreto de las Comunicaciones, de rodillas, frente a un crucifijo, con un velón encendido, sosteniendo la Biblia con mi mano en un altar cubierto por la bandera roja y gualda. Acabado el impactante ritual, el Director de Estudios me dio mi flamante título de Oficial Radiotelegrafista de la Marina Mercante de 2ª Clase, con el que una semana después, con tan solo 19 añitos de edad, comenzaba mi primera singladura partiendo de Avilés rumbo a los Estados Unidos, en un barco de bandera panameña llamado Kori.

Puedo decir que en los años que navegué conocí los tres grandes océanos, Atlántico, Pacífico e Indico, y muchas de las tierras que se asoman a sus orillas. No llegué a surcar los míticos siete mares, porque son eso, míticos. En cambio sí que me adentré en aguas árticas y antárticas, donde tormentas eléctricas y la proximidad a los polos magnéticos terrestres, me regalaron el inquietante espectáculo del fuego de San Telmo, así como el sobrecogedor esplendor de las auroras polares.

La mar, fue una durísima forja para mí. Empleo el género femenino deliberadamente porque la mar me mostró su belleza y esplendor de mil y una maneras diferentes, pero también su ira y su fuerza estrujando barcos como si fueran minúsculos juguetes. La vi devorar sin piedad con sus fauces espumosas, a otros marinos que, como yo, sólo rezábamos para arribar vivos al siguiente puerto. Un viejo lobo de mar, cuando esos especímenes aún existían, me sentenció al ver mi cara imberbe: “Hay tres clases de hombres: los vivos, los muertos y los que navegan.” ¡Qué razón tenía!

Cuando la Patria iba a reclamarme para cumplir mis deberes militares, me anticipé al temido sorteo de los quintos, para evitar que me mandaran a África, o a cualquier otro lugar alejado de una universidad politécnica donde yo pudiera estudiar Ingeniería Técnica de Telecomunicación. Eludir el tradicional sorteo me costó seis meses más de mili, pero conseguí mi propósito, pensando siempre en tener unos estudios adicionales y un título (totalmente imprescindible en aquellos días), que me permitieran asentarme en tierra cuando el mundo se me hubiese quedado pequeño, o el amor, o la edad reclamaran mi presencia en tierra firme.

Toda una familia hecha y derecha. Ángela y yo, cuatro hijos y seis nietos. Fue un homenaje al gran patriarca de todos, mi padre, el “abuelito” José Manuel, quien bendijo desde el más allá esta reunión navideña justo en su pueblo, Meíra, provincia de Lugo. Aunque no se aprecie en la foto, debajo del roquedal que aparece detrás nuestro borbotea el río Miño, queriendo aflorar al exterior y hacerse adulto en busca del Océano Atlántico, 350 km abajo.

Fue el amor quien primero demandó mi cambio del medio líquido al sólido. Formé mi familia y se cruzó ante mis ojos un anuncio de la NASA en la prensa solicitando Radiotelegrafistas con dominio del inglés hablado y escrito. A mí me daba vergüenza contestar al anuncio, se trataba de la NASA -la de los astronautas y todo eso-, pero mi mujer insistió tanto (es harto conocida la testarudez femenina), que atendí la llamada. No cabe duda de que fue una magnífica idea, porque la investigación espacial ha sido mi excitante e irrepetible actividad laboral durante 40 densos años.

Las experiencias vividas desde que el primer hombre llegó a la Luna, en 1969, hasta la última oleada invasora de sondas a Marte en las que he participado hasta el momento de pre-jubilarme, abarcan toda una vida de anécdotas en las que he tenido la enorme satisfacción de participar, aunque fuera desde mi discreto puesto de controlador en la Estación de Seguimiento Espacial de Madrid, primero en Fresnedillas y luego en Robledo de Chavela.

Aparte de mi clara tendencia a escribir, retratando con mi prosa aquello que me ha parecido de interés para otros, mi gran afición desde mi infancia ha sido la Filatelia (así, con mayúscula). Empecé a juntar sellos con 13 añitos de edad, y con la madurez pasé al estudio de la Historia Postal, y de ésta a la Historia en general, y de ahí a escribir cientos de artículos, y varios libros, dar conferencias, seminarios, etc. Tal dedicación me ha situado en cargos de responsabilidad en la Federación Española de Sociedades Filatélicas (FESOFI) y en la Federación Internacional de Filatelia (FIP), de la que acabé recibiendo en Bucarest en 2008 la Medalla y Placa por Méritos al Servicio.

La ingrata y pesada labor de investigador durante años me ha proporcionado momentos de enorme satisfacción cuando he encontrado capítulos ocultos o ignorados por los más afamados historiadores de dentro y de fuera de España. Tener en la mano un documento polvoriento, que demuestra no haber sido tocado en décadas, y que para más inri desdice y pone en solfa lo que nos han dicho unos y otros, es una especie de vértigo dulzón que no se paga con nada.

Como ya tenía hijos, cuatro, y plantado varias docenas de árboles, me quedaba –según el proverbio-, el reto de escribir un libro, y a ello me puse. Al final han sido cuatro, de momento, y no me han hecho millonario pero sí he disfrutado con desmesura garrapateando un capítulo tras otro. Son los siguientes: Los cohetes lanzamensajes en la Guerra Civil Española; La Nueva Artillería. Medios de comunicación en los frentes de España. 1936-1939”, que recibió Mención Honorífica en los Premios Ejército 1998;

Balas de papel, y El correo por cohete. Al rebufo de mis investigaciones y descubrimientos plasmados en mis obras, me fue concedida la Cruz al Mérito Militar con distintivo blanco, lo que me satisfizo mucho más que un premio económico.

Ocurrió otro tanto cuando recibí la Placa de Honor del Centro Internacional de Desminado Humanitario de las Naciones Unidas, en Ginebra, por mi desinteresada y eficaz colaboración en la investigación de varios proyectiles y cohetes utilizados durante la 2º Guerra Mundial.

Para no extenderme más, debo mencionar que soy Académico de Número de la Real Academia Hispánica de Filatelia e Historia Postal, y de sus homónimas Academia Europea y Academia Portuguesa, y tengo el honor de ser colaborador histórico del Museo del Ejército y de una docena más de Academias militares y Regimientos de toda España.

Pero para mí lo más importante son mi mujer, mis cuatro hijos, y los seis nietos que me han regalado en un impagable goteo generacional.

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