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PARLANCHINES


¿Y si pensamos antes de hablar?

Ese debería ser el proceso del ser humano, que para eso se distingue del resto de los animales de la Creación, por su capacidad de ejercer ambas acciones: pensar y hablar. De esas dos funciones, la primera, la de pensar, es la asignatura más difícil, en la que muy pocos sacan un sobresaliente, y sí muchos un suspenso con chorreras. Claro, que uno puede pensar mucho y bien para sus adentros, pero si no lo exterioriza comunicándolo a los demás, nos quedamos sin saber si su actividad neuronal es digna de elogio, o por el contrario es deseable que no pase a la fase siguiente, la de hablar. Hoy quiero referirme a quienes nos mal informan o maleducan escudados detrás de un micrófono, bien sea en la radio bien en la tele. Esos profesionales que se ganan la vida hablando, tienen una enorme responsabilidad (aunque algunos parecen ignorarlo) ante su audiencia, que somos todos, y muy especialmente los crédulos niños que se beben y degluten lo que oyen y ven a través del éter.

A pesar de que la radiodifusión ya es centenaria y ha perdido el aura inicial de magia y/o brujería que se le llegó a atribuir en la primera década del siglo anterior, es manifiesto que ahora, en este siglo XXI, muchísimos oyentes y televidentes siguen creyéndose a pie juntillas todo lo que llega a sus oídos por un receptor de radio o de televisión. (De la prensa escrita ya hablaré otro día, que también hay tela para cortar) Frases como: ¡Lo ha dicho la radio!, o ¡Lo he visto en la tele!, son sentencias lapidarias con que muchos ciudadanos acorazan sus comentarios, para que no se los podamos rebatir, aunque sepamos con toda autoridad que la tal noticia es una barbaridad que no hay por donde cogerla.

De ahí la enorme responsabilidad que tienen los locutores cuando salen al aire, porque se convierten en asertores intocables. Dicho lo cual, paso a reproducir algunos de los comentarios que me han dejado perplejo en los últimos días, y que me hace pensar que quienes tales barbaridades divulgan, trasmutan su categoría profesional de “locutor” por la de “parlanchín”, que la Real Academia asigna a quien “habla mucho y sin oportunidad, o que dice lo que debía callar.”

Escuchaba yo atentamente en la radio una crónica sobre la Estación Espacial Internacional (ISS), en la que se describían algunas de las actividades que sus tripulaciones cambiantes desarrollaban en órbita terrestre. La locutora de turno, al concluir esa noticia y pasar a la siguiente, añadió de su cosecha el siguiente comentario: “Dejamos a los astronautas y nos vamos mucho más cerca, a Santiago de Chile, desde donde nuestro compañero…” ¿Hace falta decir que esa señorita parlanchina no sabe que los 400 km que nos separan de los astronautas de la ISS son muchos menos que los 7.800 km que separan España de Chile? Claro ejemplo de hablar sin pensar. Los programas de cocina han proliferado en la televisión de forma desmedida. Unos son mejores y otros peores, hay grandes autodidactas que lo saben todo pero no lo saben comunicar al televidente, y otros más caseros, que te enganchan con su gracejo y artimañas en el primer minuto.

Desde la aparición de la radio en España en la primera década del pasado siglo XX, los chiquillos se sintieron hipnotizados por las misteriosas voces que parecían dirigirse directamente a cada uno de ellos. El autor reconoce humildemente haber sido uno de los más fieles radio escuchas de la década de los 40 y posteriores del siglo que quedó atrás.

En una de esas sesiones culinarias, aparece un “chef” manejando sus herramientas con harta soltura, pero ignoro porqué, está acompañado de una señora que no hace nada ni demuestra saber de nada, aunque caracolea alrededor del cocinero haciendo continuos comentarios de alta sapiencia como: “¡Qué bien huele esto!”, o “Esto rojo y alargado con pepitas dentro, ¿es un pimiento, verdad?” Bueno, pues un día, en que el sufrido restaurador aderezaba un plato oriundo de las Islas Afortunadas, su acompañante se sintió obligada a demostrar sus profundos conocimientos históricos (razón por la que quizás alguien la haya puesto ahí), y sin enmendarse a nadie lanzó el siguiente aserto: “Este plato es de Canarias, que como todo el mundo sabe perteneció durante muchísimos siglos a Portugal.”

Mi reproducción es literal, y hay que leer la frase varias veces para creer que alguien pueda decir semejante estulticia, y en un medio de masas. Isabel I de Castilla, antes de ser rebautizada como Isabel la Católica, incorporó en 1477 Gran Canaria, Tenerife y La Palma a la corona de Castilla, siguiendo las demás islas poco después. Aunque navegantes portugueses recalaron en las Islas rumbo al sur del continente africano, ni las Canarias fueron portuguesas ni mucho menos “durante muchísimos siglos”. Lo siento por ese “chef”, porque es bueno en su oficio, pero no he vuelto a escuchar sus consejos porque la “historiadora” sigue apareciendo en su programa, dañándolo irremisiblemente. Yo simplemente no la soporto.

Viendo la “tele”, me tropecé con un comentarista que hilaba noticias de aquí y de allá, y en un quiebro geográfico dijo que tenía intención de ir a Namibia para estudiar a los pigmeos (¡) Mira por donde yo he estado en Namibia y países aledaños durante un año, precisamente empapándome de la vida y costumbres de los aborígenes Ovambos, Bosquimanos, Hereros, etc. Puedo jurar que jamás vi un solo pigmeo en Namibia, aunque lo conseguí cuando me trasladé al triángulo de Camerún, Congo y Gabón, a más de mil kilómetros al norte. Incluso los he visto en la lejana Borneo. Espero que ese parlanchín se haya informado mejor antes de sacar el billete de avión, porque los pigmeos de Namibia le pueden dar un soberano plantón.

Más de una criaturita se ha quedado ciega por el ansia de captar cada pixel emitido por el tubo de rayos catódicos. Algún indocto llegó a decir “tubo de Reyes Católicos”, en su afán de demostrar que sabía historia.

Obsérvese que el receptor lleva adosado un contador con candado y reloj para desconectarse a capricho de los “papis” del absorto infante.

Otro día, en un coloquio en la radio, el varón que estaba al micrófono quiso demostrar su asombro por los avances científicos diciendo: “Ya lo dice el refrán: Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”. Pues no, señor parlanchín, que ese dicho es antiguo, pero no es un refrán, sino parte del diálogo de Don Hilarión (el de una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid), del libreto que Ricardo de la Vega hizo con pluma castiza para la zarzuela “La Verbena de la Paloma”, cuya música encumbró el maestro Tomás Bretón. Quedamos pues, en que no es un refrán.

Podría seguir indefinidamente, y quizás vuelva al asunto más adelante, pero para no extenderme voy a rematar con una frasecita que ayer mismo por la noche oí en una tertulia futbolera entre cronistas deportivos. A lo mejor esa misma circunstancia les exonera de su desconocimiento del idioma. Nunca se sabe. Uno de los tertulianos postulaba la pésima ejecutoria de un determinado equipo de futbol, y soltó la siguiente perlita: “No quiero entrar en la “agorería”. Deduje que había querido decir algo así como que “no quería ser agorero”, es decir, pesimista. Pero quizás yo esté equivocado y exista otro idioma paralelo al que yo estudié en su día, llamado español, y que inculto de mí ignoro que ya ha fenecido en las garras de ciertos alevosos parlanchines, merced al poder que les dan las ondas hertzianas y quienes les consienten que hablen así.

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