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PECIOS Y DERRELICTOS


El entorno de nuestro planeta se ha ido convirtiendo en una inmensa bolsa de basura espacial. Afortunadamente ya se están tomando medidas con los nuevos lanzamientos, y la acción desintegradora de nuestra bienhadada atmósfera nos previene de miles de peligrosos retornos a tierra.

Aún no ha mucho tiempo que los mares de la Tierra eran tan impolutos como el tercer día de la Creación. Su propia inmensidad parecía vaticinar un futuro invariable de limpidez y de fuente de vida. Ahora ya sabemos que tales augurios han ido ahogándose paulatinamente con los vertidos y deshechos de la incontenible industrialización.

Valga de triste ejemplo nuestro Mediterráneo, al que le han transmutado su lírico nombre latino de Mare Nostrum, por el más procaz de Mare Vertederum.

Esta pequeña reflexión es un prólogo obligado al que me ha llevado la evidente analogía que existe entre los océanos de agua, que separan los continentes terrestres, y los océanos de vacío, que separan los cuerpos celestes. A fin de cuentas, a los viajeros que surcan unos y otros se les llama nautas.

Desde que el Sputnik 1 horadó la atmósfera terrestre en 1957, un imparable chorro de 8.000 competidores ha ido siguiendo sus estelas hasta crear una tupida red de residuos, que han ido ensombreciendo –cada vez más-, nuestros arrabales extraterrestres.

Para orientar al lector, mencionaré sólo unos pocos de esos viajeros naútico-siderales, que tuvieron la mala fortuna de tropezar con pecios y derrelictos, que pusieron en serio peligro la integridad física de los nautas, y la millonada de dólares que costó ponerles ahí arriba. (Si al decir de la Real Academia, los pecios son: “Objetos abandonados o fragmentos de naves naufragadas”; y los derrelictos son: “Restos flotantes entre dos aguas” (sic), se confirma de nuevo la perfecta validez del añejo léxico marino, en el nuevo mundo de la Astronáutica)

Son ya millones de residuos, restos, virutas, etc., que los ingenios del hombre han ido dejando alrededor de nuestro planeta, de los que unos 90.000 son mayores de 1 cm, según informa el Space Control Center (Centro de Control del Espacio), uno de los departamentos del Centro de Operaciones de las Montañas Cheyenes, cerca de Colorado Springs. Este centro es el punto neurálgico donde se concentra toda la información captada por una serie de radares, sistemas ópticos, satélites, etc., y es el que daría la alarma, caso de que se produjeses un ataque por sorpresa contra los EE.UU. con misiles balísticos intercontinentales o incluso aviones. Y si fuera necesario, desde ese Centro se dirigirían las operaciones aéreas de defensa.

El equipo del Space Control Center, ha censado 26.045 objetos de los que sólo (¡) permanecen en órbita 8.750, el resto ha ido regresando a tierra, bien de forma controlada como algunos de las grandes naves y laboratorios, como el norteamericano Skylab y el ruso Mir, quemándose la mayor parte al entrar en la atmósfera.

Ante la imposibilidad de evitar que se sigan produciendo residuos en torno a la Tierra, se intenta al menos conocer los que ya existen, los que se van creando, las órbitas en que están situados, sus tamaños, su peligrosidad y cualquier otra información que pueda ser de utilidad. La función principal del Space Control Center, es:

1) Detectar cualquier nuevo objeto que se ponga en órbita terrestre, tanto si es un satélite, como restos de un lanzamiento, o fragmentos de una explosión, o de un impacto. Unas décadas atrás, era especialmente importante la detección de los satélites militares que pretendían ser secretos.

2) Calcular la órbita de todos los cuerpos detectados y mantenerla actualizada, de forma que se puedan predecir sus posiciones futuras. Esta actualización incluye la detección de cualquier maniobra, cambio de órbita o desprendimiento de objetos, que puedan realizar los satélites.

3) Predecir las reentradas, anticipando con la mayor precisión posible cuándo y dónde van a caer los restos que sobrevivan a su paso por la atmósfera. Con estas preediciones se evita la posibilidad, más o menos remota, de que la reentrada de un objeto pudiera interpretarse como el ataque con un misil intercontinental, ya que la señal que se ve en los radares puede ser muy parecida en ambos casos.

4) Informar a la NASA de cualquier objeto que pueda significar un peligro de colisión durante los vuelos de las lanzaderas espaciales (Space Shuttle). Por principio se estima que puede haber riesgo, si se prevé que el objeto va a penetrar dentro de un espacio de 2 x 2 x 5 en torno a la nave. También se informa de los objetos que pueden pasar cerca de la Estación Espacial Internacional (ISS), como en su día hizo con la estación Mir.

No sólo es Glenn quien recuerda cuando el Espacio estaba vacío. Quienes entramos en la NASA poco después que John Glenn, en los 60, seguíamos la pista a los escasos pecios y derrelictos que iban quedando a la deriva o impactando contra la superficie lunar.

La unión Soviética también creó en su día una red y un centro equivalentes, dedicados a mantener una vigilancia continua del espacio. Y la Agencia Europea del Espacio (ESA), como parte de sus actividades en este campo, ha instalado en el Observatorio del Teide, en la isla de Tenerife, un telescopio de un metro de apertura, una de cuyas misiones es la observación y catalogación de derrelictos espaciales.

El Centro de Operaciones de la ESA (ESOC), en Darmstadt (Alemania), ha censado unos 10.000 mayores que una pelota de tenis, y los tiene perfectamente localizados e incluso se les ha puesto un número de registro.

Aunque parezca mentira, entre esos escombros hay restos de cohetes explotados, trozos de satélites desintegrados, y objetos perdidos tan singulares como un destornillador o una llave inglesa.

Toda esa contaminación es indeseable, pero si además viaja a unos 30.000 km por hora, se convierte en un gravísimo peligro para todo aquello que se interponga en su camino, y muy especialmente los indefensos y frágiles nautas. En julio de 1982, los astronautas de la lanzadera Columbia (STS-4), vieron como un viejo satélite Cosmos soviético descontrolado, se cruzó con ellos a sólo 12 Km. de distancia, y a una velocidad de 11.200 Km. por hora.

La desaparecida Challenger (STS-7), en su segundo vuelo, en junio de 1983, retornó a la base aérea de Edwards (California) con el parabrisas cuarteado por el choque con restos diminutos artificiales. ¡El hombre caía en la trampa que él mismo había tendido!

El 14 de febrero de 1980, la NASA dejó en el supuestamente vacío cósmico, el satélite SMM (Misión Máxima Solar). Por causas que no vienen ahora al caso explicar, ese complejo ingenio falló y, por primera vez en la historia de la Astronáutica, se tomó la decisión de volver allá arriba para capturarlo y repararlo in situ.

Fue de nuevo la lanzadera Challenger (STS-41C) la encargada de hacerlo, en abril de 1984, es decir, cuando el SMM llevaba cuatro años expuesto a las inclemencias extraterrestres.

Los astronautas George Nelson y James van Hoften reparando el satélite Solar Maximum Mission y descubriendo sorprendidos casi dos centenares de perforaciones, algunas de las cuales causadas por errores humanos.

Los astronautas especialistas que lo atraparon e inspeccionaron, descubrieron 186 (¡) minúsculas perforaciones, de las que únicamente 20 eran de origen meteórico, mientras que el resto habían sido hechas por un puñado de virutas sueltas de pintura de otros satélites. ¡Con lo grande que es el cielo!

Pero sé de un caso más peculiar aún, y –hasta si se quiere-, intrigante. Se trata del vuelo STS-35, que la lanzadera Columbia hizo en diciembre de 1990, llevando en sus entrañas un completísimo observatorio estelar, llamado Astro. El programa de actividades del vuelo exigía que el Astro dirigiera su mirada hacia unas 200 incógnitas celestes, como cuásares, cometas, cúmulos extragalácticos, etc. Como no hay enemigo pequeño (especialmente cuando éste viaja a miles de kilómetros por hora), el susodicho Astro recibió las iras de pecios y derrelictos, que truncaron sus esperanzas de éxito y de vida. Transcurridos apenas dos días de perfecta observación cósmica, el sistema eléctrico falló inesperadamente. Visto que la tripulación de la Columbia no podía subsanar el daño a bordo, se ordenó desde Houston interrumpir la misión, y poner rumbo a la Tierra.

Una vez que el satélite Astro fue analizado minuciosamente por sus propios ingenieros diseñadores, en el laboratorio del Centro Espacial Marshall, de Alabama, descubrieron que el costosísimo deterioro ocurrido en el vacío cósmico, había sido causado por: “…un hilacho de color azul, virutas de pintura de diferentes colores, algunos pedazos de color claro –de cristal y de plástico-, cabellos humanos de diferentes colores, y una migaja de alimento que parecía un trozo de cacahuete”.

El satélite de la NASA, ASTRO-1, saliendo de la bodega del transbordador Columbia, en diciembre de 1990.

Las preguntas surgieron inmediatamente. ¿Qué hacían vagando por el espacio esos pelos humanos? ¿No salen los astronautas al exterior de la nave con escafandras herméticas? Y sobre todo, ¿quién anda por ahí arriba comiendo cacahuetes, como si estuviera en un cine de verano? El tema parece de broma, pero indudablemente es muy serio, y así se lo han tomado las Autoridades responsables, estableciendo una red internacional de observación de “basura espacial”, sea cual sea su origen y procedencia.

Un magnífico ejemplo de la eficacia de esa red de alerta de pecios y derrelictos, tuvo lugar en septiembre de 1991, cuando alertaron a la tripulación de la lanzadera Discovery (STS-48) de que un trozo de cohete soviético del tamaño de un camión (¡) iba hacia ellos. El comandante de la nave, John Creighton, tuvo que realizar una maniobra no programada para evitar la colisión con aquel gigantesco pecio, que permanecía abandonado en órbita terrestre desde 1977.

La veteranía de Creighton evitó la catástrofe desplazando a la Discovery a una órbita más baja, cinco horas antes de cruzarse con ella. Según los cálculos del control de tierra, la distancia a la que iban a cruzarse los dos cuerpos, era de 350 metros, muy por debajo de los límites de seguridad establecidos por la NASA, fijados en 2 kilómetros a ambos lados, y 5 kilómetros por la proa.

Al encender los motores durante siete segundos, la Discovery descendió de una órbita de 564 kilómetros a altura, desde donde habían soltado un satélite para observar la atmósfera terrestre, a 562 kilómetros. La basura espacial era una fase del cohete que puso en órbita al satélite soviético Cosmos 955, en septiembre de 1977.

Conocida la indefensión de los hombres que abandonan el planeta, es de extrañar que no haya habido ya alguna tragedia por los desechos abandonados por los mismos hombres.

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